La Redención del Maldito
La hoja de la espada refulgió a la luz de la luna y se elevó a prodigiosa velocidad en manos de su portador. De un certero tajo, el soldado sarraceno cayó sobre la ensangrentada arena del campo de batalla y murió sin haber apenas exhalado un gemido ni una última oración a su dios. Seitien, sin apenas mirar el cuerpo sin vida de su víctima, volteó su arma y, sacando levemente la lengua por entre sus carmesíes labios, lamió ligeramente la sangre derramada de la hoja. Sus sobrenaturales ojos brillaron apenas una décima de segundo mientras la paladeaba y aprestó su escudo sin darse ni un respiro. La pausa en la batalla significaba la muerte. Aunque, bien, él ya lo estaba.
Sonrió para sí, sintiendo cómo el poder recorría su cuerpo maldito; su alta estatura, los negros cabellos que se ondulaban sobre sus hombros cuando no los llevaba recogidos como ahora, su piel nívea y translúcida, la sobrenatural mirada que hacía que sus hombres de armas apartaran los rostros a su paso, su noble porte revestido de un aura poderosa e inquietante, la fuerza de sus manos de largos dedos o su fama de guerrero implacable que tanto temor levantaba en el campo de batalla.
Una ligera ráfaga de viento hizo ondear el negro tabardo de la roja cruz y la voluminosa capa del color de las sombras entorno suyo. Le sintió y reaccionó en el mismo espacio de tiempo mientras su susurro llegaba a sus finos oídos. “-Seitien...” Ningún ser natural conocía su nombre inmortal. Se volvió. Unas pupilas azabaches se clavaron en sus ojos grises y Seitien pudo ver una tez morena enmarcada en un turbante púrpura de fina seda. Un ser alto y fibroso, de expresión feroz, poderosa aura inmortal y un alfanje en cada una de sus manos que movía despacio y acompasadamente frente a él.
“-¿sabes? – susurró el desconocido – Ella no me dijo que fueras caballero. Aunque eso no tenga importancia ahora. No verás un nuevo anochecer, Shaitó”.
“Traidor” – la antigua palabra llegó a la mente de Seitien mientras su oponente la pronunciaba – ¿Qué...? Por puro instinto, el caballero inmortal, elevó su arma en una defensa rápida pero el movimiento de su adversario, tan veloz como la descarga del rayo en la tormenta, levantó su tabardo e hizo que un rayo de luna impactara en su cota de mallas. Ésta, refulgió como plata fundida al tiempo que los dos alfanjes golpeaban su pecho con implacable precisión y fuerza. Cayó sobre la arena de Jerusalén y, mientras el ser del turbante púrpura pronunciaba unas palabras que no llegó a oír, percibió como ambos alfanjes penetraban en su cuerpo haciendo que sobre él cayeran la oscuridad y el olvido.
Nota: imagen propiedad de su autor.
Sonrió para sí, sintiendo cómo el poder recorría su cuerpo maldito; su alta estatura, los negros cabellos que se ondulaban sobre sus hombros cuando no los llevaba recogidos como ahora, su piel nívea y translúcida, la sobrenatural mirada que hacía que sus hombres de armas apartaran los rostros a su paso, su noble porte revestido de un aura poderosa e inquietante, la fuerza de sus manos de largos dedos o su fama de guerrero implacable que tanto temor levantaba en el campo de batalla.
Una ligera ráfaga de viento hizo ondear el negro tabardo de la roja cruz y la voluminosa capa del color de las sombras entorno suyo. Le sintió y reaccionó en el mismo espacio de tiempo mientras su susurro llegaba a sus finos oídos. “-Seitien...” Ningún ser natural conocía su nombre inmortal. Se volvió. Unas pupilas azabaches se clavaron en sus ojos grises y Seitien pudo ver una tez morena enmarcada en un turbante púrpura de fina seda. Un ser alto y fibroso, de expresión feroz, poderosa aura inmortal y un alfanje en cada una de sus manos que movía despacio y acompasadamente frente a él.
“-¿sabes? – susurró el desconocido – Ella no me dijo que fueras caballero. Aunque eso no tenga importancia ahora. No verás un nuevo anochecer, Shaitó”.
“Traidor” – la antigua palabra llegó a la mente de Seitien mientras su oponente la pronunciaba – ¿Qué...? Por puro instinto, el caballero inmortal, elevó su arma en una defensa rápida pero el movimiento de su adversario, tan veloz como la descarga del rayo en la tormenta, levantó su tabardo e hizo que un rayo de luna impactara en su cota de mallas. Ésta, refulgió como plata fundida al tiempo que los dos alfanjes golpeaban su pecho con implacable precisión y fuerza. Cayó sobre la arena de Jerusalén y, mientras el ser del turbante púrpura pronunciaba unas palabras que no llegó a oír, percibió como ambos alfanjes penetraban en su cuerpo haciendo que sobre él cayeran la oscuridad y el olvido.
Nota: imagen propiedad de su autor.
Etiquetas: Biblioteca
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